Escribir con las tripas

Ayer, domingo, 25 de enero de 2015, El País Semanal publicaba su número 2000, y el título de su portada era «Dos mil domingos contando historias». Y en ese número 2000, una carta, «escribir con las tripas», de la cual soy autora.

La carta dice así:

Escribir con las tripas

“En abril del 2005, mi hija Helena, la única que tenía, murió por el impacto recibido en su coche por un automóvil cuyo conductor conducía bajo los efectos del alcohol. Tenía solo 20 años”. Así comenzaba mi primer escrito. Una carta abierta a los jóvenes, publicada en algunos periódicos, entre ellos El País, hace 10 años. Las muertes producidas entonces en carretera eran más de 3.000. Después hice varios cursos de creación literaria. No supe ser una alumna aventajada. Mis escritos siguieron versando sobre seguridad vial, la pérdida de un hijo o el duelo. Porque yo no escribía por inspiración, sino por dolor, y con las tripas. Como dice Javier Cercas en su artículo del 4 de enero de 2015, mi escritura estaba más allá de la literatura. Y gracias a su texto he podido saber que escribir con las tripas puede ser también literatura.

Flor Zapata Ruiz. Alcobendas (Madrid)

Y el origen de esta carta está en este artículo de Javier Cercas:

Literatura más allá de la literatura

Uno de los mejores textos literarios que he leído en mi vida no es un texto literario. De hecho, ni siquiera fue pensado para publicarse. Lo escribió el escritor israelí David Grossman y lo leyó en el funeral de su hijo Uri, muerto el 21 de agosto de 2006, cuando el carro de combate en el que avanzaba por el sur de Líbano fue alcanzado por un misil antitanque de Hezbolá; los periodistas presentes en las exequias reprodujeron con mayor o menor fidelidad pasajes del discurso fúnebre y al final, para evitar confusiones, Grossman lo corrigió y se lo entregó a los periódicos, varios de los cuales lo reprodujeron; entre ellos, EL PAÍS. Aunque días antes de la muerte de su hijo Grossman había firmado con otros escritores un llamamiento al Gobierno israelí para que diera por terminadas sus operaciones militares en Líbano, a lo largo del texto apenas se dice una sola palabra del conflicto, salvo en el título: “Nuestra familia ha perdido la guerra”.

Grossman habla de las cosas que nunca volverá a hacer con su hijo, como ver Los Simpson, y de las cosas que aprendió de él. Describe su carácter, recuerda su sentido del humor, afirma que, contra la opinión de sus superiores, se empeñó en ser jefe de una compañía de carros de combate (y que lo consiguió), dice que era el izquierdista de su batallón, sostiene que era de esas raras personas que se hacen responsables de lo que ocurre a su alrededor, que siempre se podía contar con él, que siempre estaba en primera línea, que nunca se arrugaba. Escribe: “Era un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado en los últimos años; porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico no es cool tener valores”. Escribe que debemos defender nuestras vidas, pero también “empeñarnos en proteger nuestra alma, empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y las ideas simplistas, la tentación del cinismo, la contaminación del corazón y el desprecio del individuo”. Concluye: “Has iluminado nuestra vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor. Fue fácil quererte con todo nuestro corazón, y sé que tú también viviste bien. Que tu breve vida fue bella. Espero haber sido un padre digno de un hijo como tú”.

La literatura es lo que se escribe como si uno estuviera a punto de ser ejecutado

Es un texto brutal, de una serenidad y un coraje asombrosos, que resulta imposible leer sin sobrecogerse. Repito que no era, en principio, un texto literario, pero al final resulta un texto infinitamente más literario que infinidad de textos literarios. Esto no es extraño, por supuesto; al fin y al cabo, la gran literatura a menudo ha sido aquella que en principio no parece literatura, o que defrauda las expectativas literarias de su tiempo: para sus contemporáneos cultos, Cervantes nunca pasó de ser el autor de un best seller sin importancia, y lo que Shakespeare escribía no era ni siquiera literatura (de ahí que sus obras no se editaran con seriedad en vida, privilegio reservado a los autores relevantes). Pero ¿de dónde extrae su fuerza un texto como el de Grossman? ¿Qué lo convierte no ya en literatura, sino en gran literatura? La respuesta está en un texto escrito también por un padre a un hijo y publicado en español pocos meses antes de que se publicara el de Grossman. Se trata de una carta que el 22 de octubre de 1950 le escribió su progenitor a V. S. Naipaul, uno de los mayores escritores vivos. Por entonces Naipaul había llegado a Oxford con una beca, dispuesto no sólo a ser un escritor, sino a ser el mejor escritor posible, y su padre, deseoso de evitarle a su hijo su propio destino de escritor frustrado, le escribe desde su remoto y provinciano hogar en la isla de Trinidad unas palabras que, estoy seguro, Naipaul nunca olvidó: “¿A qué crees que se reduce la literatura? A escribir con las tripas, no con la cabeza. La mayoría escribe con la cabeza. Si el delincuente semianalfabeto escribe normalmente una larga carta a su novia, será como la mayoría de las cartas de semejantes personas. Si el delincuente escribe la carta justo antes de ser ejecutado, será literatura”.

Esa es la respuesta. La literatura es lo que se escribe como si uno estuviera a punto de ser ejecutado; o, mejor aún, como si ya hubiese sido ejecutado, que es como escribe su texto Grossman. La gran literatura es precisamente eso: lo que está justo en el borde de la literatura. O un poco más allá.

elpaissemanal@elpais.es

Sí, tiene razón Javier Cercas. Este blog de Madres sin hijos es una muestra de ello.

Un blog con casi 9 años de historia, que ha conocido diversas direcciones y alojamietos, que ha perdido su historia de comentarios en ese trasiego de webs, pero que sigue aquí, aunque haya tenido que copiar uno a uno sus post. Por ello siempre dice «post escrito el…. por FZ madre de Helena», para que podáis ver que lo que dice ahí se escribió hace años.

Y la mayoría de esos escritos, fueron hechos con las tripas. En el momento de máximo dolor. Cuando las entrañas me sangraban y las lágrimas se mezclaban con la tinta, en este caso, se introducían por entre las teclas, corriendo el riesgo de inundar el ordenador.

Recuerdo que en un determinado tiempo, perdí mi trabajo. Me mandaron para casa. Siempre digo que me eligieron por ser la más triste. Alguien sobraba. Y el primer año de estar en casa, sola, durante todo el día, no hacía otra cosa: llorar y escribir. Ni siquiera comía.

Escribir fue mi forma de sobrevivir.

En todo este tiempo, y aconsejada por los que creyeron ver en este afán mío de escribir, una salida a mi pena, realicé varios cursos o talleres de escritura, con dos renombradas escritoras. Y ellas hicieron muy bien su labor, pero «no supe ser una alumna aventajada». Seguí escribiendo sobre mi dolor. Mi mono tema, como lo llamo yo: Seguridad vial, concienciación, conductores con alcohol, la pérdida…Incluso «Los cuentos del hada Helena» siguen siendo sobre víctimas y muerte.

Los que querían que escribiera sobre otras cosas, al final, abandonaron toda esperanza, y los proyectos de novela, quedaron ocultos en una carpeta del ordenador. ¿Quién sabe si algún día…?

Creo que en esa carta publicada, faltaba esta explicación. O tal vez no. Según las normas de un buen relato, no hay por qué contarlo todo.

Y de vez en cuando, sigo escribiendo con las tripas, aunque ya no esté a punto de morir. Porque, según pasa el tiempo, te das cuenta que estás cada día más enganchado a la vida, y la pena sigue haciéndose más profunda, más interna, más íntima. Pero esto ya os lo he contado en alguna otra ocasión.

Flor Zapata Ruiz, madre de Helena. Un conductor borracho me la arrebató. Y mis tripas comenzaron a hablar.

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Acerca de Flor Zapata

Desde Abril de 2005, soy Flor Zapata, madre de Helena. Ese es mi pie de firma desde que escribo para concienciar sobre los peligros de una conducción no responsable.
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