Continuación Un cuento en Navidad
Hablaba poco, nos observaba y tosía. Pero cuando comenzábamos a cantar villancicos, él con mirada burlona y una media sonrisa, comenzaba unas coplillas que él decía que eran villancicos, que siempre decían alguna palabrota y que casi nunca podía terminar porque la tos se lo impedía. Nuestras madres exclamaban, «padre no cante eso a los chiquillos», pero nosotros cada año esperábamos que el abuelo cantara aquellos villancicos que hablaban de «pelotas» y que nosotros intuíamos que no eran las de jugar.
No había luz eléctrica, por lo que las madres preparaban pronto la cena y cuando por aquellas minúsculas ventanas ya no entraba luz del exterior, la lumbre se convertía más aún en el centro de atención, siendo también el foco de iluminación.
Cuando llegaba la hora de cenar, había que encender unas «carburas», que eran las mismas con las que el abuelo había trabajado en la mina.
Este instrumento, para los que no lo conozcan es algo parecido a una cafetera tipo italiana, de las que se ponen en las cocinas de gas. Se me ha ocurrido la comparación por la forma de funcionar. Con unos polvos, carburo, y agua, se producía una especie de explosión al acercársele una chispa o una llama, produciendo una llamarada, que después se iba ajustando a través de una boquilla dando así una pequeña luz.
Cualquier minero lo explicaría muy bién, mi explicación es muy infantil, del recuerdo de esos años, cuando te asustaban con cualquier cosa y te prohibían acercarte al fuego o jugar con él.
Cuando se iba acabando el combustible, la llama se iba debilitando, la luz desvaneciendo hasta apagarse. Esa era la señal de que había que irse a la cama.
Los más pequeños nos quedábamos a dormir allí. La habitación de los abuelos era grande, tenía una cama muy grande y muy alta, en relación con las ventanas, con los barrotes de hierro negro y unos adornos dorados, que siempre estaban relucientes como el oro. Un poco alejada de ésta había otra cama más pequeña.
Mientras que fui la nieta más pequeña, yo dormía con los abuelos , en el centro para no caerme de esa cama tan alta, después pasé a dormir a la otra con mis primas. Eso me gustaba más, no lo pasabamos mejor. Contabamos cosas, las mayores cuchicheaban sobre las pelotas de las que hablaba el abuelo, nos estrujábamos unas contra otras para darnos calor y nos reíamos con una risa contagiosa que no paraba.
Mi abuelo decía » a callar, como me levante con la correa …» y a nosotras nos entraba más risa aún, nos tapábamos la boca, pero no dejábamos de reír.
Cuando las primas eran más mayores, se iban esa noche, después de cenar, a cantar por las casas con otros grupos de jóvenes y mayores. Tocaban zambombas, botellas de anís con una cuchara, tapas de cacerolas, un almirez, etc. Llegaban cantando a las casas y si les abrían, les daban dulces y unas copitas de licor y en algunos sitios algo de dinero, «el aguinaldo».
Cuando pasaban por la puerta de alguna casa que habían tenido la desgracia de perder a algún ser querido, cesaban en su canto y pasaban sin hacer ruido, hasta la siguiente casa.
Así nosotras, las pequeñas, entre risas y oyendo a lo lejos las canciones de alguno de estos grupos, terminabamos por quedarnos dormidas, esperando que nos hicieramos mayores, para poder salir por la noche a pedir el aguinaldo y no tener la regañina del abuelo.
El abuelo era un santo, nunca se levantó con la correa y así pasaban nuestras Noches Buenas, que verdaderamente eran buenas, las mejores que tuvimos, hasta que llegó la luz eléctrica a casa de los abuelos.
Era una época sin regalos, sin consumo, era una cena un poco especial porque se mataba un pollo del corral de la abuela o un pavo que habría comprado antes para engordarlo. Era especial, porque se cantaba, porque nos pasabamos horas imaginando formas con las sombras que producía el fuego o la luz tenue de las carburas y oyendo el chisporroteo de la leña. Porque escuchábamos y cantábamos una y otra vez los villancicos sobre las manos de la Virgen de tanto lavar o las cancioncillas del abuelo sobre ese hombre que se cortó las pelotas haciendo migas.
Si esta Noche Buena, hubieramos estado en casa de los abuelos, los grupos musicales habrían pasado por delante de la puerta diciendo: «schsssssssss, silencio, aquí no, en esta casa no, que están de luto».
Feliz Navidad para todos.
Flor Zapata Ruiz, madre de Helena.