Hacía mucho tiempo que no me levantaba de mañanita para escribir. La falta de «imperiosa necesidad» de escribir para llorar o la sensación de que ya lo has dicho todo, son los culpables.
Pero no es del todo cierto, siempre hay una nueva reflexión, experiencia, sentimiento, que necesitan salir; lo que falta, muchas veces, es tiempo.
Hace diez años, decidimos que ya no teníamos nada que celebrar, y abandonamos las fiestas de Navidad y a los familiares, para pasar a nuestro retiro y huir de todos y todo.
Con el paso del tiempo, la felicidad de los demás hace menos daño, no duele lo mismo, te haces inmune, lo entiendes, lo respetas y hasta parece que no te importa que los demás sean felices.
Pero no pasa lo mismo con aquellas celebraciones emotivas, que sabes que tú nunca podrás ya tener porque quien se encargan de llevarlas a cabo son los hijos.
Entonces, te invade la añoranza, la envidia, la triste realidad, y desemboca en la pena. Y por mucho que te alegre el evento al que asistes, el agradecimiento porque se acuerden de ti y te ayuden a seguir en esta vida, compartiendo cosas que tú ya no podrías vivir, la felicidad de los otros te recuerda que tú nunca serás tan feliz.
¡Qué envidia! Y como yo digo, no hay justificación de que sea «sana», porque la envidia nunca puede ser sana. ¡Cuánto agradecimiento! Porque siempre es de agradecer que los otros quieran compartir contigo su felicidad y te ayuden a seguir en este mundo. Pero tenéis que perdonar nuestras lágrimas en los momentos de vuestra alegría.
Es tanto lo que perdemos con los hijos.
Gracias, amigos, por mantenernos en este mundo, por compartir con nosotros vuestra vida.
Flor Zapata Ruiz, madre de Helena, muerta por la acción de un conductor con alcohol.