El otro día estuve en un entierro, algo que antes no hacía. De hecho, siempre estuve muy protegida en este sentido. Mi entorno me cuidaba, procurara que no asistiera a ellos. Porque sabían que era algo que me producía, temor, angustia, dolor y vergüenza. Sí, vergüenza porque parecía que el muerto era más mío que de nadie.
El otro día asistí al entierro del padre de una persona muy querida por mí. Una persona que llegó a casa en un mal momento de mi vida y que quería mucho a Helena, aunque Helena se enfadaba con ella porque la llamaba “Helenita”. ¡Cómo no si la conoció con 8 añitos!
Su padre había agotado el ciclo de la vida, pero ¿Quién se conforma con esa idea?
Lo enterraron muy cerca de Helena, unos metros más allá. Y, a pesar de que siempre digo que es uno de los cementerios más bonito de España, porque, como en la canción de Serrat está más alto que el horizonte, tiene buena vista y rodeado de naturaleza, ¿A quién le gusta un cementerio?
A nadie le enseñan a pensar en la muerte, a visitar a los muertos, a comportarse, verse y acompañar a los que pierden a sus seres queridos. Somos completamente analfabetos en los temas de la muerte y el acompañamiento. De esa asignatura no se les habla a los niños. Y a los mayores, tampoco. Sólo lo que la costumbre y el paso del tiempo nos ha ido dejando: Hay que ir al entierro.
Incluso, las viejas costumbres de preparar comida para los familiares (muy habitual en los pueblos), acompañar en el velatorio, dar el pésame, cada vez se va perdiendo más, especialmente en las ciudades.
Costumbres, hábitos, formas de actuar que en algunos casos consuela, ayuda, une y facilita pasar el trago amargo de la pérdida, pero que en otros puede molestar o producir más dolor. Porque cada uno es un mundo a la hora de sentir una pérdida.
Ayer, leía en el número 1109 de XL Semanal, en la magnífica sección de Eduardo Punset “Excusas para no pensar”, a la pregunta ¿Qué debemos enseñar al niño? El deseo o la intención que tiene de escribir un libro “para que los niños aprendan cosas totalmente distintas de las que les enseñan ahora”
Incluso avanzaba los títulos que daría a los capítulos: La felicidad es la ausencia del miedo. La belleza es la ausencia del dolor. No está claro lo que se muere cuando uno se muere. Hay vida antes de la muerte, etc.
Pues, ojalá escriba este libro para los niños y para los mayores
Pero volviendo a los entierros, en el momento del entierro de este padre que había agotado su ciclo, era cuando más llovía. Yo antes tenía una teoría. Cuando se muere alguien querido (quién no tiene a alguien querido) el cielo llora a través de la lluvia.
Pienso en este momento, cómo será mañana el entierro de esos niños de Sant Boi de Llobregat que han muerto por el viento, o por las cosas que están mal o se hacen mal. O, tal vez,
Por la acción de otros,
Por la omisión de tantos,
Por la culpa de todos.
En el caso de Helena, ese día no llovía. Hacia un sol de primavera. Un sol traicionero. Un sol burlón y enemigo que se mofaba de nosotros y nos echaba en cara que venía para llevarse a otro sol. Fue un sol que nos hirió a todos. De por vida.
…Tierra sobre el cadáver insepulto
antes que empiece a corromperse…, ¡tierra!
Ya el hoyo se ha cubierto, sosegaos,
bien pronto en los terrones removidos
verde y pujante crecerá la hierba.
¿Qué andáis buscando en torno de las tumbas,
torvo el mirar, nublado el pensamiento?
¡No os ocupéis de lo que al polvo vuelve!
Jamás el que descansa en el sepulcro
ha de tornar a amaros ni a ofenderos.
¡Jamás! ¿Es verdad que todo
para siempre acabó ya?
No, no puede acabar lo que es eterno,
ni puede tener fin la inmensidad…
(Rosalía de Castro. Era apacible el día)
Flor Zapata Ruiz, madre de Helena.