«La muerte: un trámite lo más breve posible» Tribuna. El País.com
Este es un artículo de Adreu Segura, publicado el día 30 de octubre en El País, muy apropiados para estos días, y de una claridad y una realidad que nunca nos atrevemos a afrontar, pensar o recapacitar sobre ella.
Yo creo, que si nuestra relación con la muerte fuera tan diaria y continua como nuestra relación con el resto de aspecto de la vida, nuestro sufrimiento, quizás, fuera menor, cuando nos enfrentamos de repente con ella.
En mi modesta opinión, un buen artículo:
«la muerte: un trámite lo más breve posible»
Nuestra sociedad no mira de frente a la muerte, ni ve sus vertiginosos ojos claros como los contemplaba Gabriel Celaya. Y eso que la conciencia de la muerte nos distingue a los humanos de otras especies animales. De modo que los enterramientos son señales inequívocas de hominización que los paleontólogos emplean para clasificar los fósiles.
La muerte está presente en la sociedad como un ingrediente espectacular de noticiarios y culebrones
Es verosímil que el cuidado de los moribundos, junto a la ayuda al parto, la inmovilización de las fracturas y el uso de hierbas medicinales, fuera una de las primeras actividades de la medicina primitiva. Cuidado de los que mueren y consuelo a los que permanecen. El nacimiento de las ciudades propició mucho después las primeras intervenciones de salud colectiva, el abastecimiento de agua potable, el almacenamiento y conservación de alimentos y los procedimientos de evacuación de residuos; pero también la inhumación sistemática y ordenada. En algunas de las primitivas ciudades los cadáveres se enterraban en el subsuelo de las viviendas.
Todavía hoy la policía sanitaria mortuoria es una de las prestaciones de la salud pública. Por cierto, de un modo que convendría agilizar y actualizar, disminuyendo la burocracia y algunos de los persistentes vestigios de épocas pretéritas.
La presencia de la muerte se ha mantenido a lo largo de la historia como atestiguan tantos monumentos funerarios, dólmenes megalíticos, pirámides, catacumbas y cementerios. Construcciones erigidas con diversos y discutibles propósitos, rituales y conjuros, supersticiones y esperanzas en un incierto más allá, que, en cualquier caso, reflejaban la asunción de la muerte como un fenómeno inexorable.
También los velatorios en el domicilio de la persona difunta agrupaban familiares, deudos, amigos, vecinos y curiosos durante largas horas hasta el entierro. Pero las transformaciones sociales de las últimas décadas, tal vez la comodidad y las prisas, el rechazo a las situaciones tensas y hasta grotescas que a veces se producían y, sobre todo, el disgusto, la impotencia o la comodidad, están acabando con estas manifestaciones de proximidad.
Bien es cierto que la muerte está presente en la sociedad mediática, aunque de forma dramatizada, como un ingrediente espectacular de los noticiarios y los culebrones, a menudo trivializada, mientras que la muerte doméstica se intenta reducir a la mínima expresión, un trámite lo más breve posible que conviene olvidar cuanto antes.
Tal vez porque la cercanía de la muerte desbarata los sueños de inmortalidad y los anhelos de la eterna juventud y nos pone de bruces frente a nuestras limitaciones e impotencias. Nadie ha podido hacer nada por evitarla y los extraordinarios avances de la medicina se estrellan frente a ella.
Precisamente la medicina considera, en general, la muerte como un reto, lo que la convierte en un poderoso acicate del progreso, un propósito absolutamente razonable cuando se refiere a las muertes prematuras que, sin embargo, deja de serlo en cuanto se generaliza. Y no tanto porque se trate de un anhelo vano sino por los efectos indeseables que sobre nuestra salud y nuestro bienestar provoca la obstinación terapéutica, denominación políticamente correcta del encarnizamiento terapéutico.
Los inconvenientes se manifiestan en el ámbito individual, ya que postergar desproporcionadamente la muerte se acompaña a menudo de sufrimiento y acostumbra a mermar nuestra dignidad personal, pero también en el ámbito colectivo, al contribuir a generar falsas expectativas en la comunidad, sin olvidar las consecuencias negativas sobre la eficiencia y la equidad del sistema sanitario. No hay que olvidar que cerca de la mitad de las defunciones se producen en los hospitales y que una de cada siete defunciones hospitalarias tiene lugar en los servicios de urgencias.
Afortunadamente se han ido desarrollando iniciativas como la de los cuidados paliativos que asumen como función principal ayudar a los moribundos y a sus familias a soportar mejor el último tránsito. Pero lamentablemente son minoritarias y, lo que es más significativo, no impregnan transversalmente al conjunto de las profesiones clínicas. De manera que apenas se traducen en contenidos formativos tanto de las licenciaturas y diplomaturas como de la especialización.
La mayoría de la población manifiesta su preferencia por morir en su propia casa, deseo que se frustra en la práctica, muchas veces como consecuencia del temor a la ignorancia del manejo de la situación y a la desconfianza en disponer de suficiente y puntual atención sanitaria, de la atención primaria o de los equipos ambulatorios especializados. En otras ocasiones las causas tienen que ver con la soledad o la falta de implicación de la familia. Naturalmente, no es posible morir en familia si ésta no existe. Pero fallecer en los hospitales de agudos o en los servicios de urgencias no es una alternativa sensata.
Frente a esta situación no se trata de propiciar la necrofilia, cultura que ha producido aberrantes resultados, sino simplemente no escamotear la experiencia de la muerte, dejar de negarla. Mirarla a los ojos cuando toque. Y afrontarla dignamente. Lo que, además, puede que comporte una mayor racionalidad en el consumo de los servicios sanitarios, menos sufrimientos innecesarios y, desde luego, una disminución de los costes económicos que tal vez pudiéramos invertir más atinadamente.
Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona