Hoy me he despertado angustiada por un sueño. No es la primera vez, ni la primera vez que hablo aquí de los sueños. Lo que ansiamos soñar las madres sin hijos, única forma de lograr ver a nuestros hijos. Pero los sueños son cada vez más reales, y si nos devuelven la imagen de nuestro hijo, nos devuelven la realidad de que están muertos.
El primer sueño en el que de una forma inconsciente era consciente de la muerte de mi hija, fue el que me sirvió para escribir mi cuento «Baño Nocturno».
Hoy he tenido otro de ese estilo, pero hoy, además, he sentido la angustia de las madres que han perdido a sus hijos por enfermedad, esas a las que yo envidiaba porque ellas, al menos, habían tenido la oportunidad de despedirse de ellos, de hacer todo lo posible e incluso lo imposible, por salvarlos. Pero hoy me he dado cuenta que no hay nada más angustioso, desolador y penoso que saber que tu hijo se muere.
Helena aparecía en el sueño, la veía perfectamente, pero estaba enferma de cáncer, aunque no estaba mal. Solo yo sabía que tenía cáncer. Ella estaba como siempre, animosa, alegre, pero no se explicaba por qué a veces no podía asistir al cole y tenía que ir al médico. Y yo buscaba algún psicólogo que se lo pudiese explicar.
Me he despertado angustiada, llorando, y sabiendo que, hasta en sueños, mi realidad es que mi hija está muerta. Es como si nuestro subconsciente nos diera un toque de atención y nos dijera que no podemos soñar imposibles, no podemos soñar con ellos vivos, por algún lado tiene que salir que van a morir.
Hoy he sentido el dolor de las madres que pierden a sus hijos por enfermedad. Ya no sé que es mejor, si morir de dolor de repente, como es en el caso de las que perdemos a nuestros hijos de la noche a la mañana o verlos marcharse poco a poco, arrancándote el corazón.
Perdonadme, amigas, por haber tenido envidia de vosotras.
Flor Zapata Ruiz, madre de Helena, muerta por la acción de un conductor con alcohol.