Este verano está siendo especialmente duro. Y no es que los anteriores, desde hace cinco años, no lo hayan sido pero las circunstancias son distintas, y todo se ha ido uniendo para producir este desasosiego.
Se ha roto el recogimiento necesario para la cura del espíritu. También la rutina, necesaria para pasar de una cosa a otra como si pisaras las piedras necesarias para cruzar el río de la pena, sin el miedo de caer al agua porque las piedras, por el paso del tiempo, estaban bien asentadas.
Es tiempo de mudanza y, al contrario de los veranos que recuerdo cuando era niña, mi horizonte no se expande al ver el mar. El aire fresco con sabor salado no frota mi cara. Mis únicas preocupaciones no son ese sol que me ponía roja como un cangrejo, porque entonces no había cremas protectoras, ni las perrerías de mis primos para bajarme el bañador o hacerme ahogadillas. Tampoco era preocupante el sonido «guachi, guachi» de mí alrededor, que duraba, incluso, algunos días, a mi regreso a tierras de Castilla.
Este verano, muy caluroso, comparado con mis recuerdos, me trae aires con olor a pintura y barniz, dolor de piernas y sensación de final, de ocaso, de muerte, porque las cosas son las que acumulan los recuerdos, y los recuerdos traen el dolor de la ausencia.
Y la frase «cualquier tiempo pasado fue mejor», se confirma a cada paso, con cada movimiento de caja, con cada nuevo poner, con «aquí había», con «dónde lo ponemos».
No quiero más cambios. Dejadme los que ya he tenido. Estoy mudando la piel. Se me está cayendo a pedazos. Va dejando un rastro que se pierde en el camino. Dejadme en paz. Con mi paz. Llena de guerra.
(Helena y el gato de la tía Antonia. Los veranos de Helena en Chillón)
Flor Zapata Ruiz, madre de Helena. Verano 2010. Quinto verano sin ella.