¡Hola! ¿estás ahí?

El último artículo de Almudena Grandes en El País semanal del pasado día 8 de noviembre, me traía el recuerdo de muchas cosas y coincidencias.

Hablaba de una mujer que pierde a su marido en un accidente de tráfico del que no fue culpable, como mi hija. De un portátil que se compró a los pocos meses de quedar viuda. De la soledad, de la angustia de la rabia, de esta situación. De la lucha para  seguir adelante por unos niños y la fuerza que hay que inventarse para volver a tomar las riendas de la educación de unos hijos: “volver  a regañarles,  obligarles a estudiar,  animarles a salir, a ponerles una hora de salir…volver a gritar”

Sólo los que hemos pasado por esa situación (yo no tenía ni siquiera la necesidad de sacar esas fuerzas porque no tengo más hijos), sabemos los que cuesta.

Y para finalizar, la última coincidencia: el desahogo a través del ordenador. “Escribió con furia, con precipitación, con faltas de ortografía…”

Y, al otro lado, se encuentra con alguien que la comprende, que la escucha y “no había encontrado un grado de comprensión semejante en las personas  que tenía cerca…” Y ahí entráis vosotras.

“Desde que habla con ella por las noches se siente mucho mejor”.

¿Cuántos nos creeríamos que somos los intérpretes de esta historia? ¿Cuántos diríamos que esta historia está basada en nuestro caso, en nuestra realidad?

Porque cuando el dolor atenaza de esa forma, somos muchos los que decimos ¡Hola!, ¿estás ahí?

Este es el artículo completo:

¡Hola!, ¿estás ahí?

Almudena Grandes 8.11.2009

La primera vez que escuchó aquel sonido no fue capaz de reconocerlo.

Estaba trabajando en un ordenador sobrecargado de símbolos desconocidos, iconos de juegos a los que nunca había jugado, portales en los que jamás había entrado, redes sociales de las que no formaba parte, cuando sonó un ¡clinc!, o un ¡clonc!, una campanilla, un silbido al que no prestó atención. Estaba demasiado absorta en considerar cómo era posible que, teniendo cada uno de sus hijos su propio ordenador, siguieran utilizando el de su madre para descargar toda su basura.

Se compró aquel portátil unos meses después de quedarse viuda. Su marido había muerto en un accidente de tráfico del que no había sido culpable, y el culpable tampoco había sobrevivido. Fue así de sencillo, así de fácil, así de rápido, y atroz, e incomprensible, hasta luego, cariño, creo que me dará tiempo a volver a comer; si no, te llamo… Él era arquitecto, iba a visitar una obra en una capital de provincia vecina, llevaba meses haciendo aquel trayecto, pero aquel día no llegó al kilómetro 37. En el 36 le mató un conductor que se saltó la mediana para embestirle de frente.

Después, la soledad, explicárselo a los niños, y más soledad, y angustia, y rabia, ella, sus hijos, el llanto en familia, el insomnio en familia, la depresión en familia… Más soledad, y de pronto la certeza de que ya no podía permitírsela, porque tenía que tirar de una niña, un preadolescente y una adolescente como fuera, sacarlos del hoyo al precio que fuera, y volver a regañarles, a obligarles a estudiar, a animarles a salir, a ponerles una hora para volver… No fue fácil sacarlos de la jungla sin normas en las que habían vivido los últimos meses, volver a gritar, y a enfadarse al abrir los armarios. No le resultó fácil despegarse de ellos, pero lo hizo. Luego hubo que arreglar lo del dinero.

Economista, abogada y socia de una asesoría fiscal y jurídica que iba bien, en los últimos años ella se había hecho cómoda, había ido reduciendo jornada, escogiendo clientes, trabajando cada vez menos, porque él estaba allí, porque los dos estaban de acuerdo en que no necesitaban más dinero, sino más tiempo. Pero aquella ecuación, una fórmula para que los dos vivieran mejor, se había venido abajo, como todo, cuando dejaron de ser dos. Entonces tuvo que replantearse su situación y volver a trabajar en serio, como al principio. Y cambió el viejo portátil que usaba para hacer la compra, sacar las entradas del cine y leer el periódico por uno más moderno, más potente.

–Éste es mi ordenador nuevo, ¿está claro? –advirtió a sus hijos–. Ya no es ése que está en el despacho conectado a Internet para lo que haga falta, sino mi instrumento de trabajo…

Los tres le dijeron que sí, muy seriecitos, y a los tres meses ya había perdido la cuenta de los sonidos, los iconos, los enlaces y las ventanas que se abrían por arte de magia cada vez que encendía el ordenador. Y aquella noche estaba muy cansada, demasiado como para perder dos o tres horas en limpiar un escritorio abarrotado. Por eso se limitó a abrir uno de sus propios documentos, y entonces sonó un ¡clinc!, o un ¡clonc!, una campanilla o un silbido, y en el ángulo inferior derecho de la pantalla empezó a parpadear un ¡hola! rojo, brillante e intermitente como las luces de un árbol de Navidad.

Cerró la ventana y un instante después volvió a abrirse ella sola. Otra vez ¡hola!, e inmediatamente después una pregunta, ¿estás ahí?, con letras de color verde pistacho. Volvió a cerrar la ventana, y volvió a ver cómo se abría, ¡hola! rojo, ¿estás ahí? verde, contéstame, por favor, en un tono anaranjado.

¿Por qué contestó? Ni siquiera ella lo sabe. Porque aquella noche estaba muy cansada, harta de todo, agotada de pelear. Porque no tuvo fuerzas para salir del documento, identificar el programa que le enviaba aquel mensaje y desinstalarlo de una maldita vez. No sabe por qué contestó, pero lo hizo. Sí, estoy aquí, escribió. Entonces, él o ella, quien fuera, le preguntó cómo estaba y ella se lo contó todo, escribió con furia, con precipitación, con faltas de ortografía, ¿quieres saber cómo estoy?, se iba diciendo a sí misma, ¡pues entérate de una vez!

Cuando terminó, creyó que él, o ella, quien fuera, se habría cansado de tanta amargura, pero se equivocó. Su corresponsal contestó, comentó sus palabras y le dijo que la entendía, que entendía cómo se sentía. Entonces se echó a llorar y apagó el ordenador, porque no había encontrado un grado de comprensión semejante en las personas que tenía cerca, en la gente que la rodeaba, la que más la quería.

Un mes después se enteró de que su ángel de la guardia de todas las noches era una niña de 13 años, gorda y miope, pero le dio igual. No la conoce, ni la conocerá nunca, las dos están de acuerdo en eso, pero desde que habla con ella por las noches se siente mucho mejor.

«Se siente mucho mejor». Me siento mejor.

Flor Zapata Ruiz, madre de Helena

Publicado miércoles, 11 de noviembre de 2009 22:17 por FZ madrdHelena
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Acerca de Flor Zapata

Desde Abril de 2005, soy Flor Zapata, madre de Helena. Ese es mi pie de firma desde que escribo para concienciar sobre los peligros de una conducción no responsable.
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