El dolor en el primer lugar en que se posa y vierte su líquido corrosivo es en el rostro. Allí, comienza a hacer sus primeros estragos, a dejar sus primeras señales, y al igual que araña el corazón y el alma haciéndoles sangrar, en el rostro va arañando, borrando, transformando, cualquier signo que hubiera de belleza, serenidad o el otro toque de belleza que es la alegría.
De repente, como si un aire de vejez hubiese llegado e hubiera intentado convertirte en estatua de sal, se pierde la expresión de toda la vida, el cabello se tiñe de blanco, los ojos pierden la viveza que tuvieran, y, cuando te miras al espejo, después de algún tiempo, pues al principio ni te ves, no reconoces la figura que te devuelve el mismo.
Igual que abandonas los placeres deseados hasta ahora, o son ellos los que te abandonan, vas abandonando tu aspecto físico, más allá del aseo personal.
Pero no quiero decir que esto se cumpla en todos los casos. Siempre digo que cada uno siente el dolor de una forma distinta y cada uno lo muestra o lo oculta de manera diferente. Hay a quien no le importa nada ni nadie, sólo su dolor, y no le preocupa lo que los demás querrían volver a ver. Pero también hay quien no quiere que le tengan pena, que su figura produzca rechazo, que se sepa lo que pasó, y, sacando fuerzas de donde no hay, se ponen su mascara.
Los primeros días de la pérdida de mi hija, trataba de buscarla en las cosas que me quedaban de ella: su perfume, su ropa, sus zapatos, su cama, sus fotos… Así llegué hasta el color negro. El negro de la ropa de las jóvenes. Las camisetas por las que nos peleábamos cada mañana.
Después, cuando todos intentaban consolarme y una forma era animándome a apartarme del color negro, llegué al color blanco. Era una forma de no hacerles sufrir también a ellos. Y esos dos colores se implantaron en mí, no como señal de luto, sí como señal de duelo. Aún lucho por utilizar otros colores, pero es difícil su elección.
Más tarde llegaron los kilos. Desde la pérdida he engordado 20 kilos. Ahora, los dolores, distintos de los del alma.
Hace poco, cuando se cumplía el aniversario del 11-M, algunas personas con las que ya había comentado este rastro de dolor en el rostro, coincidían en recordar nuestras conversaciones, cuando observaban a alguna madre de las víctimas. ¡Cómo no!
No creo que haya un momento ideal para perder a un hijo, pero cuando se pierde en un momento en el que estás abandonando el camino de vértigo para pasar a un camino más tranquilo en el que lo que vas a observar ya no es tu imagen, sino la imagen de los tuyos y de los que están por llegar, un golpe así te hace salirte del camino, caer rodando por la cuneta y, a duras penas, lograrás volver a incorporarte, volver al camino, caminar sin cojear o sin tener que apoyarte en un bastón.
Y así, el dolor, va dejando su rastro. A veces, en el rostro. La mayoría de ellas, en el cuerpo.
Y de nada sirve disimularlo, ocultarlo, tratar de que no se note, para no producir pena. ¡Qué más da! Es lógico que nos tengan pena. Lo que nos ha ocurrido no es para menos. Y, a veces, el dolor compartido o compartir el dolor, no se puede llevar a cabo con alguien que no se pone en nuestro lugar, con alguien que no se acerca a nuestra posición.
…y mientras silenciosa
lloraba yo y gemía,
mi niño, tierna rosa,
durmiendo se moría.
Al huir de este mundo, ¡qué sosiego en su frente!
Al verle yo alejarse, ¡qué borrasca la mía!…
(Era apacible el día. Rosalía de Castro)
Flor Zapata Ruiz, madre de Helena