El amor en los tiempos del cólera, según Zabala de la Serna

El amor en los tiempos del cólera según Zabala de la Serna

Hoy traigo un escrito de Zabala de la Serna porque esta lleno de amor y habla de una mujer muy especial.

Yo pude conocer a  esa mujer que se describe en esta historia  y es cierto que tenía una belleza singular.

Aunque cuando la conocí ya era abuela de bastantes nietos, la belleza seguía ahí. Tenía unos ojos preciosos, pero sobre todo, una belleza y elegancia especial.

 

El verdadero espejo de Fermina Daza

18-1-2008 02:54:59

POR ZABALA DE LA SERNA

MADRID. «Cierta noche entró en el Mesón de don Sancho, un restaurante colonial de alto vuelo, y ocupó el rincón más apartado, como solía hacerlo cuando se sentaba solo a comer sus meriendas de pajarito. De pronto vio a Fermina Daza en un gran espejo del fondo…» Aquel espejo mágico existió realmente e inspiró a Gabriel García Márquez una de las escenas más románticas de «El amor en los tiempos del cólera». Supo de su existencia a través de la palabra de Jomí García Ascot, poeta, cineasta, ensayista, crítico de arte, editor y uno de sus primeros amigos, junto a Carlos Fuentes y Álvaro Mutis, a su llegada a México en 1961. Jomí compartía tanto con Gabo que el Nobel colombiano le dedicó «Cien años de Soledad»: «A Jomí García Ascot y María Luisa Elío».

Jomí (José Miguel) había nacido en Túnez en 1927; contaba sólo doce años a la hora de partir hacia el exilio de la mano de su padre, el diplomático Felipe García Ascot. Atrás dejó España y a su adorada hermanastra, hermana de madre, Virginia Ernst, casada ya en 1939 con Victoriano de la Serna, figura del toreo de la edad de plata, época prebélica e incivil de la II República. Nada, ni la distancia ni la guerra, separó nunca a los hermanos, unidos por el amor y los recuerdos.

Siendo García Ascot un niño de babero aún, vivió con la débil consciencia de la tierna infancia la excursión estival desde el consulado de Elvas (Portugal) a Villagarcía de Arosa (Pontevedra) que refrescó luego en conversaciones epistolares y añorantes charlas fraternales en visitas intercaladas por demasiado tiempo.

Virginia irradiaba una belleza pura de cara lavada, muy Ingrid Bergman, iluminada por el gris profundo de unos ojos que arrastraban el mar de invierno desde su Turquía natal. No había pasado la barrera de los dieciséis en aquel verano de principios de los años treinta, cuando entró con toda su familia en un hotelillo gallego de corriente presencia. Victoriano de la Serna fumaba, con las piernas cruzadas como su traje de alpaca inmaculado, sentado en el brazo de un butacón, de espaldas a la entrada, enfrentado a un grande espejo, rodeado por su cuadrilla. Alzó la vista para elevar una columna de humo desde su boca, y el reflejo de Virginia lo deslumbró: «Alicia había vuelto a atravesar el espejo». Al genial torero de hondas verónicas se le iluminó la vida y no dudó, una vez más: «Acabo de conocer a la que será mi mujer», dijo a sus sorprendidos subalternos. Sólo hubo que esperar a que la mayoría de edad le llegase a Virginia Ernst; La Serna, como Florentino Ariza, se obsesionó con el espejo, que le había traído a sus brazos a la mujer que lo acompañaría hasta su último aliento en 1981, hasta que lo compró: «No fue fácil, pues el viejo don Sancho creía en la leyenda de que aquel precioso marco tallado por ebanistas vieneses era gemelo de otro que perteneció a María Antonieta, y que había desaparecido sin dejar rastros: dos joyas únicas. Cuando por fin cedió, Florentino Ariza colgó el espejo en la sala de su casa, no por los primores del marco, sino por el espacio interior, que había sido ocupado durante dos horas por la imagen amada».

El espejo de Virginia Ernst fue el verdadero espejo de Fermina Daza.

 

Virginia Ernst era la abuela de Vicente Zabala de la Serna y la suegra de una de mis mejores amigas. Una de mi amigas que están y han estado ahí en todo momento, aguantando mis bajones, mis lagrimas y mis malos escritos, que no tienen nada que ver con el de su sobrino y mucho menos con el de García Márquez, pero que ella aguanta estoicamente porque para eso es mi amiga.

Ella, como Virginia Ernst tiene también una belleza especial y sobre todo una paz, una dulzura y un saber estar que, el dicho de “todo se pega, menos la hermosura”, en este caso no se cumple y además,  ambas mujeres tienen mucho en común.

Publicado lunes, 21 de enero de 2008 5:25 por FZ_madredHelena
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Acerca de Flor Zapata

Desde Abril de 2005, soy Flor Zapata, madre de Helena. Ese es mi pie de firma desde que escribo para concienciar sobre los peligros de una conducción no responsable.
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