(Mi madre)
María nació un primero de Mayo y de ahí, decía ella, que le venía lo de ser una mujer tan trabajadora. Perteneció a esa generación de niños que pasaron una guerra y que aún no tenían edad suficiente para entender porqué se mataban unos a otros. Esa generación que sufrió mucha hambre y por eso no tiraban nunca nada. Una generación que aprendió a vivir con miedo pero que no se detuvo y siguió avanzando.
María, mujer analfabeta hasta casi sus 80 años, edad en la que comenzó sus clases para aprender a leer y escribir, tenía una inteligencia natural y un afán de lucha insuperable. Pasó de las estrecheces de una familia humilde de mineros, a esposa de un maquinista de extracción, con casa facilitada por la empresa (para aquellos tiempos un lujo tener casa con agua y luz), a una posición más acomodada. Tuvo dos hijas y en los años 60 sufrió la etapa de emigración.
Llegó a Madrid con 40 años, un marido en paro, dos hijas, unos padres ancianos y sus dos manos. Limpió, cosió, plancho, cuidó enfermos y consiguió empleo para su esposo e hijas, porque todos tuvimos una colocación gracias al trabajo y las relaciones de María, y además, no olvidaba sus labores de madre, esposa y ama de casa.
Pequeña, delgada, ágil, no paraba un momento, se movía como el rabo de una lagartija. Cariñosa, dulce, afable, siempre tenía una palabra o un saludo para con el que se cruzara y alguna forma de meterse, incordiar o hacer reír, si con el que se encontraba era un niño.
Tenía la habilidad de multiplicar las horas del día y era capaz de, aún en los peores días de invierno, lavar, secar y planchar la ropa, todo en el mismo día.
Las plantas para ella tenían una vida especial y no permitía que murieran. Recogía los tallos que encontraba por la calle plantándolos y dándoles nueva vida, y ellas se lo agradecían agarrando de una forma especial y produciendo bonitas flores. E igual que no podía ver que muriera una planta, jamás hizo daño a persona o animal.
Siempre recordaré como ejercía como cirujana de gallinas. Si alguna había tragado algún bicho que no podía digerir, cogía a la gallina, la emborrachaba con vino, la abría el buche, le sacaba el bichito y la volvía a coser. Y no sé de qué forma la gallina curaba.
Y si no era la gallina y eras tú la que habías comido demasiado o enfermado por otra causa, te preparaba unas hierbas que te hacían mejorar.
Era la encargada de coser, transformar, actualizar cualquier prenda que cayera en sus manos y la creadora de muchos de los disfraces de Helena.
Era incansable. Siempre cuidando, de todo y a todos. Casi no podía con su pequeño cuerpo y seguía intentando cuidar a su marido que le doblaba en peso y altura. El único hombre en su vida. Y nunca pidió nada.
La enfermedad de su marido durante más de 10 años y la muerte de Helena minaron su salud los últimos años. Desde hace dos, su cabeza seguía corriendo más que su propios pies y su disco duro se saltaba de vez en cuando alguna pista, única fórmula para seguir en este mundo.
Su corazón, ese que dejaba en toda las cosas que hacía, comenzó a ir cada día más despacio. Y por fin se paró. Se durmió. No pudo más con la vida. Esa vida que le dio poco para todo lo que ella repartió.
Querida mamá, la vida ha sido tan injusta que hasta eso te ha quitado: el privilegio de ser la mayor pérdida para mí, porque antes ya me golpeó con una mayor. Pero has dejado tanta energía, generosidad y cariño entre las personas que te han conocido que tu recuerdo perdurará por mucho tiempo y más allá de tus hijas y nietas.
Mamá, mamita, perdona mi tristeza, perdona el egoísmo de mi dolor. Siento no haber estado durante algún tiempo por haber pedido a mi hijita. Ahora ya no soy ni madre, ni hija, y tampoco seré abuela. Ya solo me pueden quitar la vida, esa que me diste tú y no dejaste de cuidar hasta el 10 de Julio de 2011. Descansa en paz.
Flor Zapata Ruiz, madre de Helena.