Cuántas veces renegamos del trabajo. Yo la primera. Cuántas veces deseamos tener tiempo para miles de cosas que no podemos hacer por culpa del tiempo que nos ocupa y cuántas veces nos salva el trabajo.
Sí, la rutina del trabajo nos obliga a levantarnos, a derramar nuestras primeras lágrimas mientras nos lavamos la cara, a tomar las primeras pastillas del día, a asearnos y vestirnos sin ganas, sin ningún deseo de estar bonitas, sólo intentamos ir más o menos presentables, sólo porque nos tienen que ver.
¡Malditas las ganas de ir a trabajar!
Así ponemos el pie en la calle, que de otra forma no lo haríamos. Después llegan los buenos días de los compañeros, el ¿cómo estas hoy?, sus deseos porque estés bien, su interés por alegrate un poco.
Y poco a poco las pastillas iran haciendo su efecto. No son la panacea, no te quitan la pena, sólo cortan un poco el llanto, suficiente para estar en el trabajo.
Y así poco a poco pasará el día, la jornada laboral. La mayoría de las veces haciendo verdaderos esfuerzos por controlar la angustia, por centrar el pensamiento en lo que estás haciendo. ¡Bastante me importa a mí!, ¡Qué pena de vida!, ¡Cómo puedo estar haciendo esto!
Pero sigues y sigues, y así pasa el día.
Bendita rutina que nos obliga a salir y a seguir la vida. ¿Bueno, malo?. Ya nada será tan bueno como lo que tuvimos. Ya nada será peor que lo que hemos sufrido o tal vez no. ¿Quién sabe lo que se puede aguantar?. Quién sabe lo que se puede llorar?.
Dedicado a todos mis compañeros de trabajo que cada día intenta hacerme la vida un poco más llevadera. Gracias.