Las que llegamos tarde
Hace unos días ha sido publicada por el BOE la «Ley de Igualdad».
Como siempre, la sociedad va por delante de las Leyes, pero, mucho me temo que aún habiéndose publicado esta ley, será muy difícil que se lleve a cabo en todos los ámbitos.
Pero no es mi intención discutir el efecto que producirá esta ley, es más bien una queja por haber tenido que vivir y pasar por lo que hemos pasado.
Comencé a trabajar muy joven, cuando existía otra ley con la que a las mujeres que se casaban la empresa les proporcionaba una dote que no era otra cosa que un despido encubierto, para que se fueran a casa.
Así es como yo empecé en la empresa en la que aún continuo. Fui a sustituir a una joven que se casaba y que para cobrar esa dote, se tenía que marchar a su casa.
Era también una forma de mandarte a casita y tener hijos y cuidarlos. Claro que con lo que daban, tampoco era para tirar muchos cohetes o tener muchos hijos.
Con el tiempo, esta ley considerada paternalista, terminó por desaparecer.
Pero, qué pasaba con las que nos casabamos y decidíamos quedarnos trabajando. Pues, que en cuanto había una regulación, las primeras que salían eran las casadas con hijos.
Los propios hombres, compañeros o jefes, no veían bien que una mujer casada estuviera trabajando, estaba quitando un puesto de trabajo a otro hombre, cosa no real, pues la mayoría comenzábamos haciendo trabajos secundarios y que no eran realizados por los hombres.
Comenzaban a existir las primeras guarderías, caras, nada de subvencionadas, y por supuesto con el sentimiento de que abandonabas a tu hijo.
Tres meses de maternidad, no había más y por supuesto nada de 100€ mensuales.
Así muchas mujeres de mi generación, que ya no habíamos sido preparadas sólo para el matrimonio y los hijos y que habíamos estudiado y trabajado desde jóvenes, nos vimos, con las primeras hipotecas, con nuestra lucha porque nos consideraran igual que a los hombres en el trabajo, esdecir, no ibamos a faltar a trabajar porque tuvieramos un hijo y afrontando casa, trabajo, hijos y la mayoría de las veces con gran parte de la sociedad en contra.
Muchas de estas mujeres, aún no preparadas para tener hijos y no poder estar con ellos, obstamos por tener sólo uno.
Después de ver cómo la demografía iba cayendo estrepitosamente y cómo nuestra sociedad se volvía vieja, por fín comienzan a poner ciertas ayudas para fomentar nuevamente la natalidad, por supuesto, para nada suficientes, pero algo es algo.
Lo que está claro es que nuestros primeros meses de embarazadas eran ocultados, cuanto más tarde se enteraran mejor. Nuestros maridos sólo los dos o tres días reglamentarios con nosotras. Cuando los niños se ponían enfermo, por supuesto, si el padre pedía permiso para ir con él al médico, se reían sus compañeros.
Alguna mujer recibió incluso algún comentario recriminatorio por tomarse la hora de lactancia, cuando se sabía que el niño era alimentado con biberón, como si eso no fuera una forma de amamantar a tu hijo.
¡Qué tiempos!
Dichosas esas madres que disfrutan de su trabajo y de sus hijos, que no tienen que ocultar sus preciosas tripas bajo unos vestidos espantosos, llenos de vuelos que hacían parecernos a unas mesas camillas y dichosos esos padres que disfrutan dándole el biberon a sus hijos y cambiándoles los pañales y que podrán disfrutar de 13 días más para estar con sus mujeres.
En mi caso, sólo han pasado 23 años.
Y ahora me encuentro… sin nada. Llegue tarde a todo esto y demasiado pronto a la desgracia y al dolor.
Queridas madres, otro día hablaremos de otros aspecto de esa Ley de Igualdad.