Hacía mucho tiempo que no me ponía a escribir nada más levantarme. De hecho, cada vez me cuesta más escribir. Ya he comentado en muchas ocasiones que, según ha ido pasando el tiempo, siento más pudor de compartir mis sentimientos.
Pero el dolor sigue latente. Quizás con mayor ardor, porque para el resto del mundo el paso del tiempo tendría que haberlo apagado. Porque, ese paso del tiempo, para los de enfrente, lo cura todo. Porque, según los demás, cada día se me ve mejor: más guapa, más sonriente, más arreglada…
Pero el dolor está debajo de ese maquillaje, y ahora, ya, ni siquiera la escritura lo apacigua. Es más, el cuerpo es muy sabio, y quizás se aleja de la escritura, para no llorar más. Porque escribir es sanador, pero es que es una escritura en la que la tinta y las lágrimas se mezclan casi a partes iguales.
Hay un libro de Rosa Montero, «El amor de mi vida», donde te habla de otros muchos libros, que yo retomo de vez en cuando, pues es una buena guía para saber qué otro libro puede apetecer leer. En estos días, leía alguna de esas reseñas. Y por ejemplo, en la de la novela «Mi nombre es Jacinto», de Manuel Fajardo, Rosa definía el dolor por la pérdida de un hijo, en una frase, relatando sobre la temática de la novela y el dolor del personaje: …sublima el dolor con el dolor del mundo, se sumerge en el sufrimiento de la humanidad entera, porque el sufrimiento por su hijo es demasiado grande.
Y más adelante: …Cordura, que es nuestra capacidad para sobrellevar la locura del mundo, y para ser razonablemente felices pese a todo.
Ese «cordura» me recordó a mi relato «Lo-cu-ra», publicado hace unos años en los periódicos del grupo Vocento.
No sé si alguna vez fui una persona cuerda. De lo que sí estoy segura es que, nadie que haya pasado por la muerte de un hijo volverá a ser normal, en el sentido de normalidad, «para ser razonablemente felices».
Flor Zapata Ruiz, madre de Helena, muerta por la acción de un conductor borracho