
(El último cumple de Helena recogido en su agenda. ¡Crisis de los 20, dice!)
Querida hija: Felicidades.
Sí, es un felicidades muy seco, pero cómo edulcorarlo, dónde mandarlo, cómo hacer que te llegue.
Hay madres que envían besos y abrazos al cielo, o al azul, a la eternidad, al más allá…A mí ni siquiera me sale “allá donde estés” porque no tengo seguridad de que estés en ningún otro lugar más que en nuestro corazón y el resto de tu cuerpo bajo un manto de verde hierba.

Ni siquiera, y a pesar de haberte convertido en una mariposa, pienso que eres alguna de esas con las que me cruzo.
Pero, aún así, trato de pensar que este deseo de felicidad pueda llegarte.
Quizás hayas vuelto a nacer, como decías tú. No sé, y me pregunto muchas veces, por qué pensabas eso. Creo que fue la única vez que hablamos de la muerte, eras tan pequeña y lo viste y lo comentaste con tanta naturalidad que lo recuerdo una y otra vez.
Pero volviendo a tu cumple, Ya son treinta años, dicen que la mejor época de la vida. Treinta años y éste el décimo cumple que no podemos celebrar contigo.
Intento imaginarme como serías con treinta años, qué habría pasado en tu vida. Tal vez casada, a punto de ser madre, o quizás por ahí fuera, en un país europeo, como tantos otros jóvenes.
Pero la única respuesta que consigo es que estás en un lugar, lo que queda de ti, en el que nadie quiere estar. Que nunca llegaste a utilizar esas calas que serían tu ramo de novia. Que nunca llegaste a tener hijos, esos hijos que siempre pensaste que si no los tenías lo adoptarías. Ese trabajo y esas prácticas que nunca llegaste a realizar y que estaban previstas para unos meses después de ese fatídico 17 de Abril.
Cosas y situaciones que ya no se cumplirán y que ya no existirán, como tú.
Y sigo sin creerme esta realidad. Y sigo pensando que es un sueño del que despertaré, respiraré y sonreiré al darme cuenta de que todo ha sido un sueño.
Pero, mientras, sigo, año tras año, utilizando este medio para felicitarte.
De repente me he dado cuenta que siempre utilizo poemas el día de tu cumple. Para éste, utilizaré un poema que tu padre y yo compartíamos en nuestros primeros momentos de enamoramiento. Ahora, también, para poder transmitir mi amor por ti:
…Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré….
Miguel Hernandez. “Carta”
Y eso estoy haciendo, escribiéndote a la tierra, esa que te cubre.
El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.
Oigo un latido de cartas
navegando hacia su centro.
Donde voy, con las mujeres
y con los hombres me encuentro,
malheridos por la ausencia,
desgastados por el tiempo.
Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.
Cuando te voy a escribir,
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.
Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.
Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.
Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.
Te quiero, te queremos, nuestra hija preferida, nuestro principio y final, nuestra luz y guía. Por eso estamos tan perdidos sin ti.
Besos de estos mortales, tus padres.
Flor y José María, padres de Helena, muerta por un conductor borracho.